Llegué por el dolor a la alegría.
Supe por el dolor que el alma existe.
Por el dolor, allá en mi reino triste,
Un misterioso sol amanecía.

José Hierro

viernes, 30 de mayo de 2014

Yonqui, de William Burroughs


Portada de Juan Manuel Domínguez para la primera edición de Yonqui en España. La portada fue censurada, corría el año 1978. Entrevista con Juan Manuel Domínguez
 
Nací en 1914 en una sólida casa de ladrillo, de tres pisos, en una gran ciudad del Medio Oeste. Mis padres eran personas acomodadas. Mi padre poseía y dirigía un negocio de maderas. La casa tenía un prado delante, un patio interior con jardín, un estanque y una cerca muy alta de madera todo alrededor. Recuerdo al farolero encendiendo faroles de gas en la calle y el inmenso y brillante Lincoln negro y los paseos por el parque los domingos. Todas las ventajas de una vida confortable, segura, que se ha ido ya para siempre. Podría escribir sobre una de aquellas nostálgicas costumbres del viejo médico alemán que vivía en la puerta de al lado y las ratas correteando por el patio interior y el coche eléctrico de mi tía y mi sapo favorito que vivía junto al estanque.
En la actualidad mis primeros recuerdos están teñidos por un miedo de pesadilla. Me asustaba estar solo, y me asustaba la oscuridad, y me asustaba ir a dormir a causa de mis sueños, en los que un horror sobrenatural siempre parecía a punto de adquirir forma. Temía que cualquier día el sueño siguiera estando allí cuando me despertase. Me acuerdo de oír a una sirvienta hablando del opio y de como fumar opio proporcionaba sueños agradables, y me dije:
-Cuando sea mayor fumaré opio.
 
Yonqui. William Burroughs.

jueves, 29 de mayo de 2014

Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs.

En 1965, un artículo publicado en la revista Fact Magazine que firma Ronald Weston, llevaba por título “William Burroughs: High Priest of Hipsterism”. Weston comparaba al escritor con el Marqués de Sade; para unos se trataba de un artista cuya genialidad resultaba indiscutible; para otros, en cambio, era un terrorista cultural. Todos tenían razón.
 
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En 1992, durante una entrevista con Katherine Turman para la revista RIP, Cobain hizo la siguiente confesión: “Me gusta cualquier cosa que empiece por b. El que más me gusta es Burroughs”. También citó a Beckett o Bukowski, aunque este último había sido víctima de un ritual de pura adolescencia e independencia, cuando decidió quemar sus obras: “Apagué las luces y observé las llamas”, escribió.
 
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Cobain amaba a aquel hombre por todo lo que representaba. John Dillinger, Billy el Niño, los anarquistas y un tropel de viejos cantantes de blues habían desaparecido, pero Burroughs seguía vivo, y en toda su pasión vital, en toda su majestuosa honestidad capaz de hacer tambalear con cada palabra los valores y principios sagrados, se escondía una inmensa verdad y belleza.
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Este libro ha perseguido revelar algunas de estas cosas, construir el relato del día en que Kurt Cobain conoció a William Burroughs y hablar del siglo XX, de sus incendios y de quienes cantaron sus destrucciones. Sobre esos momentos que, sin apenas saberlo, están haciendo historia, fabricando historia, dirigiendo la historia, hemos tratado de reflexionar.[..] He querido hablar del siglo XX sin ni tan siquiera citarlo, entrar por la puerta de atrás.

Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs. Servando Rocha.



Me enteré de quién era William Burroughs  hace años reviendo Drugstore Cowboy en un cineforum que dieron en mi antigua facultad. Ahí fue cuando me enteré de que el viejo con traje, sombrero y bastón que aparece en la película filosofando con el yonqui interpretado por  Matt Dillon, era uno de los escritores más incendiarios del siglo XX, gurú del movimiento punk  y figura principal de la Generación Beat, entre otras cosas. Poco después leí Yonqui en una edición de la mítica editorial Júcar. Desde entonces no he perdido de vista a Burroughs.
 
 En octubre del 93, seis meses antes de pegarse un tiro con una escopeta,  Kurt Cobain visitó al escritor  William Burroughs en su casa de Lawrence, Kansas. Burroughs era un ídolo para el cantante y uno de los artistas que más le influyó. Este encuentro es utilizado por Servando Rocha para embarcar al lector en un viaje alucinante por el lado más salvaje de la cultura del siglo XX. Un viaje por la cultura no oficial, por la cultura popular,  por la cultura que puso patas arriba la tradición, los valores convencionales  y los principios más  sagrados.  Por el libro pasan viejos cantantes de blues, ladrones y asesinos célebres,  cantantes y artistas subversivos, y escritores malditos. Por lo que he leído en la solapa del libro Servando Rocha es de mi quinta, un año más joven, y me asombra la cultura de este tipo,  todo lo que ha leído, visto y oído con tan solo cuarenta años; la lista de libros, discos, películas y cuadros mencionados es enorme,  desde lo más alternativo hasta lo más clásico. Pero me asombra todavía más cómo Servando Rocha convierte toda esa sabiduría, todo ese bagaje, y toda esa experiencia vital en un ensayo magnífico sobre la cultura del siglo XX. Este libro es un fiestón, me lo he pasado teta.

-Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs. Servando Rocha. Editorial Héroes Modernos. 20,90 euros. 376 páginas. Lo presto.

domingo, 25 de mayo de 2014

Ocho relatos de boxeo, de Alexander Drake


Sonó la campana. Los dos boxeadores se aproximaron al centro del cuadrilátero. Ambos se odiaban. Cada cual era el fiel reflejo del otro y ninguno se gustaba a sí mismo. Los dos habían crecido en las calles, sin familia, pobres como ratas; la droga y la delincuencia siempre a su alrededor. El boxeo era su única esperanza para salir del fango. Pero uno tenía que ser el mejor para conseguir su meta. Era un camino duro. No había segundas oportunidades. Aquí la gente peleaba de verdad. Peleaba por su vida.

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Los puños de Arregui se estrellaban en el saco con tanta fuerza y velocidad que Franklin no pudo imaginar en aquel momento a ningún boxeador que él hubiese visto antes encajando semejantes golpes sin acabar siendo noqueado. Pero Walter sabía que no cualquier hombre valía para ser boxeador. Una gran fuerza no era lo único necesario. También estaba la técnica, el juego de piernas, los reflejos, la defensa, la capacidad para soportar el castigo y el dolor, la resistencia al agotamiento, la agresividad, el instinto asesino y, sobre todo, el corazón y la estrategia.  

Ocho relatos de boxeo. Alexander Drake.



Llegué a este libro gracias al blog de José Ángel Barrueco, un espacio imprescindible para todo aquel que quiera estar al tanto de lo que se cuece al margen del circuito literario convencional, más allá de las grandes editoriales, del Babelia y el Qué leer, al otro lado de las novedades, los bestsellers,  los escritores consagrados y los escaparates.
Sabía que Ocho relatos de boxeo me iba a gustar porque me encantan el boxeo y las historias de boxeo, y porque gente cuyo criterio suelo tener en cuenta hablaba muy bien del libro. Alexander Drake es el seudónimo de un tipo de  San Sebastián que escribe, no sé nada más del autor. El libro se lee en una tarde y es tan bueno que sabe a poco, uno se queda con ganas de más relatos, relatos de boxeadores, relatos de combates que parecen crónicas, escritos con una prosa rápida, seca y directa. Drake nos sube al ring y nos mete en las peleas, podemos oler la sangre y el sudor, casi podemos sentir los golpes y la crudeza del deporte más noble y duro que existe, el deporte en el que más solo se está. Sorprende lo bien que maneja el autor el lenguaje pugilístico y su capacidad no sólo para describir los combates sino para meterse en la mente de los boxeadores en el transcurso de los mismos. El buen hacer de Drake no se limita a lo que ocurre en el cuadrilátero, sus historias van más allá del ring y nos muestran las motivaciones, las circunstancias y las frustraciones de quienes han elegido el boxeo como medio para ganarse la vida. Ninguno de los relatos de este libro tiene desperdicio, ninguno deja indiferente, aunque hay uno que me ha llegado y emocionado especialmente "Arregui, la leyenda del boxeador" que cuenta la historia de un levantador de piedras que acepta la oferta de un periodista norteamericano que está haciendo un reportaje sobre los deportes autóctonos en el País Vasco. El periodista, fascinado por la fuerza del harrijasotzaile, le ofrece ir a Nueva York para convertirse en boxeador. Arregui al principio rechaza la propuesta, pero al mes comienza en España la Guerra Civil y se ve obligado a aceptar ante el avance de los sublevados y las matanzas de las patrullas falangistas. Ocho relatos de boxeo es un libro duro y de una honestidad brutal, un libro lleno de buena literatura.
 
-Ocho relatos de Boxeo. Alexander Drake. Ediciones Lupercalia . 10,95 euros. 104 páginas. Creo que lo mejor es pedir el libro a la editorial, la página funciona bastante bien, una vez confirmado el pedido en 24 horas tenía el libro en casa.

lunes, 19 de mayo de 2014

Searching for Sugar Man

 
Me quedé con ganas de ver este documental, lo ponían en los Verdi de Madrid pero lo fui dejando y al final me lo perdí. Ayer lo vi en streaming en filmin por tres euros con una calidad cojonuda y me encantó, me encantó como Malik Bendjelloul cuenta en imágenes la increíble historia de Sixto Rodríguez, un músico folk que grabó dos discos que se quedaron en nada. A finales de los 60 dos productores musicales descubrieron a Rodríguez tocando en un garito de Detroit, y alucinados por su voz y sus letras le propusieron grabar un disco. Grabaron convencidos del éxito inmediato que tendrían, pero comercialmente, la música de Rodríguez fue un absoluto fracaso, apenas se vendieron una decena de copias de su álbum Cold Fact en Estados Unidos.
Rodríguez desapareció del mapa entre rumores de que se había suicidado quemándose a lo bonzo en el escenario cuando tocaba en un antro de mala muerte. Mientras tanto, una copia de su disco Cold Fact llegó a la Sudáfrica del Apartheid, la copia pirata se multiplicó y Rodríguez se convirtió en icono musical. Sus potentes letras se convirtieron en la banda sonora de las reivindicaciones de libertad y lucha contra el sistema de aquel país. Magnífico documental, un regalo para la vista, el oído y las neuronas.
 
 

sábado, 17 de mayo de 2014

Todo lo que hay, de James Salter


Los grandes editores no son siempre buenos lectores y de los buenos lectores rara vez sale  un gran editor, pero Bowman estaba de algún modo a medio camino. Muchas noches, ya tarde, cuando se había apagado el ruido del tráfico y Vivian dormía, Bowman se quedaba leyendo. La única luz procedía de una lámpara colocada junto al sillón, no lejos de su mano había una copa. Le gustaba leer acompañado por el silencio y el color ambarino del whisky. Le gustaba la comida, la gente, conversar, pero la lectura era para él un placer inagotable. Aquello que la delicia de la música representa para otros, era para él la palabra sobre el papel.

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Los libros de poemas se vendían muy mal. Publicarlos era un acto de caridad (decía Baum, sobre todo cuando quería provocar a McCann), pero constituían un valioso ornamento para el prestigio de la editorial. Dado que muy poca gente leía poesía después de la universidad, los poetas vivían enzarzados en una lucha feroz por alcanzar la preeminencia. La concesión de un premio importante o la obtención de un puesto académico solían ser  el resultado de una larga campaña de autopromoción, adulaciones y favores mutuos. Quizá hubiese poetas como Cavafis con vidas apagadas en oscuras ciudades de provincias, pero los que conocía Bowman eran sujetos muy sociables y sofisticados, incluso mundanos, perfectamente adaptados a la corriente donde nadaban dándose codazos en pos de un Bollingen, un Pulitzer o un Poesía Joven de Yale.

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 En aquellos tiempos,  Japón sólo existía en los noticiarios que veían en las salas de cine y en los productos baratos que llevaban la etiqueta " fabricado en Japón". Nadie, ninguna persona normal, podía imaginar que ese extraño y lejano país de opereta de Gilbert y Sullivan era tan peligroso como una cuchilla de afeitar y poseía la disciplina y el arrojo necesarios para llevar a cabo planes tan inconcebibles como cruzar con todo su poderío  y en el más absoluto secreto casi todo el Pacífico norte para atacar de madrugada, en una mañana tranquila, la confiada flota norteamericana atracada en Pearl Harbor, un golpe de mano que casi resultó fatal. Pearl Harbor, nadie sabía dónde diablos estaba Pearl Harbor, quizá algunos tenían una idea remota. 

Todo lo que hay. James Salter.
 
 
Tras treinta años sin publicar una novela James Salter vuelve a la carga con la historia de  Philip Bowman, un norteamericano que  tras servir como oficial en las batallas navales del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, vuelve a casa y consigue empleo en una pequeña editorial de Nueva York. Salter mete una vida entera en cuatrocientas páginas, una vida con sus éxitos y sus fracasos, sus amores y desamores, sus ambiciones y venganzas, su guerra, su sexo, y su obstinada y absurda búsqueda de la felicidad. Todo lo que hay está llena de libros y literatura, el protagonista de la novela trabaja en una editorial en la época en la que el mundo del libro de América  y Europa estaba manejado por unas cuantas editoriales pequeñas. La novela está plagada de reflexiones y conversaciones sobre literatura, cine y teatro.
Descubrí a James Salter el verano pasado con Juego y distracción y no lo he soltado desde entonces. Es curioso como en pocos años, este antiguo piloto de caza ha pasado de escritor de culto, de escritor para escritores, a fenómeno editorial. A sus 88 años Salter sigue en plena forma, como demuestra esta magnífica novela y la entrevista que comparto.

Entrevista a James Salter

-Todo lo que hay. James Salter. Editorial Salamandra. Marzo de 2014. 19 euros. 379 páginas.
 

lunes, 12 de mayo de 2014

El Toro del Bronx


Desde tiempos de Píndaro hasta nuestros días, poetas, escritores, pintores y cineastas han puesto el foco en el noble arte. El boxeo es el deporte del que más ha mamado la literatura: Hemingway, Norman Mailer, Julio Cortázar, Jack London, Arthur Cravan, Conan Doyle, William Faulkner o Víctor Hugo son sólo algunos de los escritores más célebres  que han contado historias de boxeo. Por lo general, los escritores y los boxeadores siempre se han llevado bien. 
 La lista de cineastas que se han fijado en el pugilismo no es menor. En 1980 Martin Scorsese puso en imágenes el magnífico guión de Paul Schrader y Mardik Martin, la historia del controvertido boxeador Jake LaMotta.  Quizá, esto va por barrios, Raging Bull de Scorsese sea la mejor película sobre boxeo, o sobre un boxeador que se ha rodado, quizá…
 

sábado, 10 de mayo de 2014

La imagen perdida, de Rithy Panh


Entre 1975 y 1979 los Jemeres Rojos,  en nombre de la revolución proletaria, la igualdad y la justicia social, se cepillaron al  veinte por ciento de la población camboyana. Dos millones de personas fueron víctimas de ejecuciones sistemáticas, torturas y hambrunas.  Este fue el precio de la utopía totalitaria de Pol Pot y su guerrilla. Aquello ocurrió con el apoyo de China y ante la indiferencia de la comunidad internacional, sin olvidar el papel del gobierno norteamericano, que fue responsable en buena medida de lo que pasó.
Yo me enteré del Genocidio camboyano cuando vi en vídeo Los gritos del silencio a mediados de los 90, ya hablé aquí de la película, del libro de Denise Affonco y del documental S21 La máquina roja de matar del director camboyano Rithy Panh. Ya conté lo que me impactó descubrir aquel atroz episodio medio olvidado (¿o medio escondido?) de la historia del siglo XX. 
Cuando los Jemeres Rojos entraron en  Camboya en 1975,  Rithy Panh tenía once años, junto a su familia fue enviado a un campo de rehabilitación, donde fue víctima y testigo de aquel horror.  El director camboyano  vuelve en La imagen perdida al tema que marcó su vida y nos cuenta su  historia y la de su familia utilizando figuras de arcilla, maquetas e imágenes de archivo. He leído por ahí que es cine de animación, no lo es, las figuras no se mueven, simplemente recrean escenas y en ocasiones comparten plano con las imágenes. La voz en off del narrador y la música hacen el resto, y el resultado es impresionante. Sorprende la creatividad de  Panh, y su capacidad para exprimir  el lenguaje cinematográfico. A priori el planteamiento parece osado, temerario incluso, un documental sobre el Genocidio camboyano en el que los protagonistas son figuras de barro y los escenarios maquetas..., pero como digo,  el resultado es impresionante,  demoledor y dolorosamente hermoso. Un magnífico ensayo sobre el poder de las ideologías, el fanatismo y la lucha por la vida. La película llega hasta el tuétano y se queda, remueve conciencias e invita al debate y a la reflexión. No se la pierdan.
 
 
 -El único cine de Madrid que proyecta La imagen perdida es el Pequeño Cine Estudio, un cine difícil de encontrar si uno no lo conoce. Está en la calle Magallanes número 1 (Metro Quevedo), pero cuando uno llega al número 1 de la calle Magallanes se encuentra un restaurante de comida rápida y se queda con cara de armario empotrado. Junto al portal que hay al lado del restaurante hay un cartel, un estrecho pasillo que bordea el edificio y que llega a un pequeño patio trasero lleva al cine. Un cine que hace honor a su nombre, después de la taquilla hay un diminuto hall con un sofá chester. La sala es alargada y no muy grande. Su aire decadente me recuerda a los cines porno que frecuenta Travis en Taxi driver. Ponen pelis en versión original y hay ciclos interesantes. Dejo el enlace: Pequeño Cine Estudio. Dejo también el enlace de un especial de cinco minutos que le dedicó Días de cine a la película: "La imagen perdida". Días de cine
 

domingo, 4 de mayo de 2014

Don Quijote

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año), se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer,  y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: ... los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para solo ello.
Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes.
 
 
Todo el mundo conoce la trama del Quijote y su argumento, entre otras cosas porque es una novela que no tiene argumento. Las vidas tampoco suelen tenerlo. Pasan cosas, pero no se ve una causalidad en ellas ni un principio ni una determinación. Así ocurre con el Quijote, que podría resumirse de la siguiente manera:  un viejo hidalgo manchego se vuelve loco leyendo libros de caballerías y decide, al frisar los cincuenta, y pese a sus achaques de riñón, emular a sus héroes, se viste con desusadas armas que encuentra en un sobrado, y sale acompañado de un escudero, al que acomoda con promesas tan vagas como el fin que persigue su empresa, lo que él llama deshacer entuertos y agravios, es decir, restablecer honras y enderezar un poco el perro mundo.
El caballero es más loco que cuerdo y su escudero más cuerdo que loco, pero ninguno de los dos renuncia a su locura ni a su cordura. Salen al campo y les suceden aventuras, casi siempre disparatadas. Es novela en la que se habla sin rebozo de la vida, pero, y esto no es menos importante, en la que se habla también sin vergüenza de libros y de literatura, que tanto Cervantes como don Quijote devoraron con irreprimibles ansias.[...]Es un libro que arranca lágrimas y risas, y es el más dulce, balsámico y alegre de cuantos libros tristes existen.
Las vidas de Miguel de Cervantes. Andrés Trapiello.
 

jueves, 1 de mayo de 2014

Raúl Núñez


Sinatra se parecía a Sinatra. Tenía cuarenta años. No era demasiado alto. Se había empezado a quedar calvo y llevaba el pelo muy corto. Había conseguido un trabajo de portero de noche en la pensión donde vivía. Le salía su habitación gratis y le quedaba un poco de dinero. Hacía un año que su mujer lo había dejado para irse con un negro. Tenía gracia. Le parecía una broma. Siempre que pensaba en ello, una sonrisa torcida aparecía en su boca. La misma sonrisa torcida con la que se enfrentaba al mundo. Ahora no tenía mujer. Le costaba aceptarlo. Se sentía solo.
Sinatra solía pasar las noches escuchando la radio. Programas nocturnos dedicados a gente como él. Le gustaba la música. Una noche había telefoneado a la radio para pedir un disco de Sinatra. No había dicho nada de su parecido ni de su apodo. Lo complacieron, como suelen decir los locutores. Sinatra encendió un cigarrillo y escuchó. No sabía inglés, pero comprendió todo. Se acordó de su mujer. Y del negro. Y volvió a sonreir.

Sinatra. Raúl Nuñez.


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Yo no hacía nada. Hacía un año que había dejado mi trabajo en la renfe con la idea de convertirme en escritor. De momento no lo había conseguido. Lo único que hacía era sentarme ante la máquina de escribir, mientras mi mujer trabajaba, y quedarme allí, mirándola, sin poder llenar una sola página. Me sentía realmente mal. Mi mujer me reprochaba que no trabajara. cuando comenzaba a decirme todo aquello, me iba al bar de enfrente y me quedaba allí, tomando vino blanco, jugando a la máquina tragaperras o hablando con el camarero.
   Eso era todo.
[...]Era demasiado temprano. Pedí el segundo gintonic del día. García el cuarto. Siempre se repetía la misma proporción, dos suyos por uno mío. Pese a todo, algún día conseguiría igualarlo. Estaba seguro de que la rubia del bar me ayudaría a conseguirlo.
-García, estoy enamorado -dije de repente.
Me miró alarmado. El vaso pareció temblar ligeramente en su mano.
-¿Enamorado? ¿De quién?
-De la puta más bella que haya visto en mi vida.

La rubia del bar. Raúl Núñez.

 

Tenía a Raúl Núñez apuntado en pendientes desde hacía tiempo, desde que leyendo un artículo sobre la novela negra de Juan Madrid (del que he leído prácticamente todo) apareció su nombre. Se le elogiaba como poeta, como novelista y como precursor en España del realismo sucio. Y se lamentaba en aquel artículo su caída en el olvido y su condición de escritor maldito. Busqué sus libros, pero todos estaban descatalogados y dejé de buscar. Hace poco, a raíz de leer una reseña de una de sus novelas, reinicié la búsqueda, y después de patearme todas la bibliotecas públicas de mi ciudad y algunas de la capital, cuando estaba a punto de rendirme y recurrir al mercado de segunda mano, di con las ediciones en Anagrama de Sinatra y La rubia del bar. Me las leí en dos tardes.
 Ya he contado aquí en alguna ocasión que en cuanto a personajes literarios y cinematográficos prefiero a los antihéroes que a los héroes, a los perdedores que a los ganadores, es más,  las historias de  héroes de una pieza, de triunfadores,  me aburren hasta el bostezo. Así que he disfrutado mucho con estas dos novelas llenas de gente desorientada, de fracasados, borrachos, marginados,  prostitutas y escritores malditos que deambulan por bares de mala muerte, bingos, puticlubs y sórdidas pensiones. El escenario de estas novelas es el barrio chino de Barcelona durante los años ochenta. En la literatura de Raúl Núñez no hay florituras, hay  frases cortas y secas que en ocasiones funcionan como ganchos de izquierda que dejan al lector ko. Las novelas de Raúl Núñez no son aptas para alérgicos a las crudas realidades o a las suciedades del arrabal, o para los que no sienten curiosidad por lo que se esconde tras la mirada húmeda de esos borrachos desaliñados acodados en barras de cinc que suelen habitar los pocos bares de antes que nos quedan. Yo siempre he sentido una mezcla de curiosidad y fascinación  por las historias de perdedores y marginados, por las historias de  gente que ha perdido la batalla de la vida. Cuentan que Raúl Núñez fue un escritor maldito que vivió como uno de sus personajes, y que murió solo, pobre y alcoholizado en 1996 en su piso de Valencia. En 2008 un grupo de amigos, entre los que se encontraba Juan Marsé, Joaquín Sabina y Juan Madrid, reunieron toda su poesía en un volumen titulado Marihuana para los pájaros. Ya lo tengo encargado. Pienso leerme todo lo que encuentre de este tipo.