Escribí este relato durante un taller de Relato breve al que asistí hace tiempo. Está inspirado en parte en una novela que leí titulada El largo invierno chino, y en mi experiencia como voluntario en una ONG durante tres años. Durante mi voluntariado estuve en contacto directo con personas sin hogar, con personas inmigrantes y con personas que llevaban mucho tiempo sin trabajo. Las historias que más me impactaron fueron las de personas socialmente integradas que durante los años más duros de la crisis perdieron su trabajo y en pocos meses se vieron en la indigencia. No hablo de problemas económicos o de no llegar a fin de mes sino de perderlo todo y quedarse en la calle. Aprendí mucho de aquella experiencia. Aprendí que nacer en un lado u otro de la brecha social es cuestión de puro azar y que la brecha es más estrecha de lo que imaginamos incluso en un país rico. En mi caso,el hecho de haber nacido en un país rico y en una familia de clase media no ha sido mérito mío, podrían haberme parido en el norte de África, o en un arrabal de América latina o Europa del este y de la misma manera hubiera querido emigrar a un país en el que se me ofrecieran mejores oportunidades. El contacto directo con esta gente me hizo empatizar con ellos, no juzgarlos sin haber intentado ponerme en su pellejo. Otra lección que recibí es que no somos dueños de nuestro futuro ni de nuestra situación económica y social por segura y estable que sea, estamos a merced de las decisiones de los poderosos y de las grandes empresas que son los que dictan la política económica.
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Lo peor de vivir en la calle
es que llega un momento en que te haces invisible. Yo al principio pensaba que
hacían que no me veían, que disimulaban, pero no, cuando llevas tiempo en el
mismo sitio, en el mismo banco, en la misma esquina, no te ven, es como si
fueras una farola, un bolardo o una papelera. Acabé en la calle casi sin darme
cuenta, fue todo muy rápido. Un día me despidieron. Lo primero que hice fue
recortar gastos claro, comprar menos, salir menos, encender menos la luz y la
calefacción pero no fue suficiente. Primero dejé de pagar el gas, luego la luz
y el agua, más tarde el teléfono y el
adsl, y al final el alquiler hasta que me echaron. Los primeros días dormí en
sofás de amigos hasta que se cansaron y me fui a una pensión. Todas las mañanas
salía a buscar trabajo con la ropa cada vez más sucia porque sólo podía lavarme
los calcetines y los calzoncillos en el lavabo de la habitación. El poco dinero
que me quedaba lo guardaba para pagar la pensión, para comer y para coger el autobús
hasta algún polígono donde buscar trabajo. Así estuve quince días hasta que se
me acabó el dinero y me echaron también
de la pensión. Me vi en la calle y sin un duro. Entonces, cuando ya no me quedó
ni para un café con el que matar el hambre empecé a pedir para un bocadillo y
para el autobús. Seguí buscando trabajo, cogía mi carpeta con los curriculums y
los dejaba en los restaurantes de comida rápida, en los supermercados, en los
bares. Pero llegó un momento en que no me dejaron ni entrar a dejarlos, me
echaban de todas partes, y es que ya llevaba la marca de la
indigencia en la cara, en la ropa cada vez más sucia, en el mal olor. Pronto me
convertí en el loco del barrio, el que repartía curriculums arrugados y pedía
dinero para un bocadillo. Las primeras noches en la calle fueron las más duras,
me daba miedo dormirme en cualquier sitio y que me robaran, así que daba vueltas con mi mochila hasta que se hacía de
día y me sentaba en un banco, entonces sí que me quedaba dormido. Cuando llegó el frío y la lluvia tuve que buscar un
sitio para guarecerme. Entonces fui donde vi que se reunían los vagabundos, al
principio no me aceptaron, me echaban, me insultaban, incluso llegaron a
pegarme, pero pronto, como siempre estaba por allí, empezaron a aceptarme y ya
era uno más, bebiendo vino y buscando mantas, cartones y comida en los
contenedores. Así es como en cuestión de
seis meses me convertí en un sin techo, en un pobre. Un día unos chicos de una
ONG que venían todas las noches a darnos bocadillos y café caliente nos
hablaron de los programas de reinserción laboral. Quizá era una oportunidad de
volver a mi vida anterior, tener un trabajo, poder pagarme un alquiler, dejar
la calle. Así que decidí acudir, por
probar no se pierde nada pensé. Cuando llegué a la ONG me atendió una chica muy simpática que empezó a hacerme muchas
preguntas y me hizo rellenar muchos formularios. Me preguntó si tenía familia o
alguien que me ayudara, le contesté que si tuviera a alguien no estaría en la
calle y le pregunté algo molesto que a qué venía tanto papeleo y tanta pregunta
que yo sólo quería un trabajo de lo que fuera para poder alquilar una
habitación y salir de la calle. La chica me dijo que eso no era tan fácil, que
ellos no daban un trabajo al primer sin techo que llegaba, que lo que
ellos hacían era ayudar a la gente en
situación de vulnerabilidad social a volver al mundo laboral y que para eso
tenía que acudir a talleres y a
cursillos, ser puntual y responsable y dejar el vino. Me apunté, acudí puntual
a los talleres, y aunque no me enseñaron nada que no supiera ya, aguanté hasta
el final, al menos allí se estaba caliente y le daban a uno café y un
bocadillo. Cuando terminé el cursillo la chica simpática me dijo que tenía
buenas noticias, habían solicitado gente para hacer unas prácticas en la
sección de jardinería de un centro comercial y habían pensado en mí. Durante el
mes de prácticas no cobraría nada pero aprendería el trabajo y luego había
posibilidades de que me contrataran. Me alegré, me ilusioné, como se suele
decir vi la luz al final del túnel. Me dieron un papel que me daba prioridad en
el albergue, un vale para cortarme el pelo y un bono bus. Allí acudí el primer
día, puntual, duchado, con el pelo corto y la ropa limpia. Cuando me presenté al
encargado, antes de decirle nada me miró de arriba abajo y me preguntó con mala
cara si me había mandado la
ONG. Me caló enseguida, una ducha y un corte de pelo no borran las cicatrices que deja la vida vagabunda. Pero durante aquel mes me
sentí casi como una persona normal. Dejé el vino, dormía en el albergue y cada
mañana me duchaba, desayunaba y cogía el autobús para ir a trabajar. Llegaba
puntual y trabajaba como el que más, el encargado siempre estaba pendiente de
mí deseando sacarme fallos para llamarme la atención, pero nunca le di razones.
Durante el descanso mientras comía mi bocadillo hacía planes para el futuro.
Cuando terminó el período de prácticas le pregunté al encargado cuando me
contratarían y me contestó de muy malos modos que ya me dirían algo en la ONG. Al día siguiente
acudí a ver a la chica simpática y cuando me vio dejó de sonreír, era la
primera vez que la veía seria. Me invitó a pasar y a sentarme y me dijo que la
habían llamado del centro comercial y le habían dicho que mi conducta había
sido ejemplar y que había trabajado bien, pero que yo no era el perfil que
buscaban, querían a alguien más joven. Eso
es lo más cerca que he estado de recuperar mi vida anterior. Desde entonces no
he vuelto a repartir curriculums, y cuando llegan los chicos de la ONG con los termos de café y
los bocadillos soy el único que se queda en su chamizo de mantas y cartón
bebiendo vino mientras cae la noche sobre la ciudad.